Ella no tenía voz que me asustara. Sólo conocía su mirada feliz, su sonrisa latente y ese color acaramelado que me recordaba un poco a la imagen que me devolvía el espejo cada día.
Pero al sonreir ya no eramos las mismas. Ella tenía dibujada la esperanza en los ojos, esa esperanza que yo hace un tiempo ya había perdido. La vida no le había entregado el barro cenizo que a mí me había tocado amasar. Ella sólo le extendió los brazos a la renovación latente, besó la mejilla de un pasado para luego posarse sobre los labios infinitos de millones de lágrimas derramadas.
Imaginarme el destello de su voz era un problema. Todo sería más fácil si conociera ya el timbre de su llamada, el ritmo de su canción.
Podría imaginarme que todo ya está correcto, que sólo falta concretar lo escrito y voltear la mirada al último adiós.
Quiero pensar que el calor de sus manos al final de cuentas hacen el mismo bien que podrían hacer las mías. El clamor de sus besos, aún mejores, desterrarían cualquier duda inclemente que le opacase cada amanecer. Que al menos la comida será caliente y buena…
Que al menos los besos durarán para siempre.
Y ese, definitivamente, ya será ese punto final al que no lo siguen los puntos suspensivos.